A medida que van pasando los años y me voy haciendo mayor, creo cada vez con más convicción que hay algo cierto y nítido entre todas las sombras irreductibles que conforman la condición humana: que la vida sea un cruz insoportable, o una aventura curiosa y digna de ser recorrida, es una cuestión en la que influye notablemente lo bien o lo mal que uno haya podido dormir la noche anterior. Puede que el axioma no valga tanto para los menores de veinte años, y que entre los veinte y los cuarenta conozca numerosas excepciones. Pero de cuarenta para arriba, dudo que haya muchos que se salven. Cuando has dormido mal, eres un despojo y poco importa que en el día te aguarde un programa repleto de festejos (ítem más, cada uno de esos festejos será en ese supuesto una estación más de tu viacrucis). Por el contrario, cuando has dormido bien, ya pueden salirte al paso los problemas más enojosos, que buscarás y encontrarás la manera de quitarles importancia y, en algún que otro caso, incluso el modo de resolverlos.